Y reconozco que él era como el buen vino. Cuanto más tiempo pasaba más rico me sabía. Y embriagaba. Vamos que si embriagaba, su sonrisa y sus besos. Besos que hacían que se me nublara la razón y que me arrepintiera al día siguiente como en la resaca de una mala borrachera.
Y sus recuerdos, vagos y nítidos al mismo tiempo se repiten en mi mente y busco una explicación.
Y aseguro que sentí en mi boca durante meses el dulzón y empalagoso sabor de sus mentiras.
Que al final se tornó amargo. Amargo como la realidad.
Y reconocí que si, que era adicta a ese licor de amor al que sabían sus labios. Y lo dejé.
Y tras meses sin probar aquella dulce agonía logré curarme de aquel mal alcoholismo. Supe aprender a decir no, a decirlo y a cumplirlo.
Y ahora sé que no volveré a tomar de esa maldita copa.
Y si me preguntan aquellos quienes conocían mi mal si dejé ya esa mala costumbre, responderé con nostalgia y alguna lágrima:
- Si, ya lo dejé. Ya no lo amo.
jueves, 10 de diciembre de 2015
El buen vino.
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